miércoles, 30 de mayo de 2007

Leonardo da Vinci: alabanza del aguaMarcel Brion Los elementos poseen una función en el espíritu de Leonardo. Son ante todo materia de experiencia y de utilidad; sirven para placer y beneficio de los hombres; constituyen los instrumentos de su actividad. Sin la tierra, el agua, el aire y el fuego no habría vida humana posible. La deuda del hombre con los elementos es, pues, inmensa, e inmenso también el partido que puede sacar de su empleo. Importa entonces que ese homo faber que cava la tierra con una azada para depositar en ella la simiente, que enciende ramas bajo la caza para asarla, que recoge en una copa de arcilla o recuerda el agua del arroyo para beber, que llena de aire sus pulmones con una alegría poderosa, importa que ese utilizador de los elementos conozca por la experiencia de qué manera y en qué condiciones le brindan los mejores servicios. El homo sapiens, diestro consumidor y elaborador de los elementos, se plantea un día una cuestión: se pregunta cuál es la sustancia de que están hechos esos elementos, de qué manera su estructura determina su funcionamiento. Hombre científico, escruta las relaciones de causa a efecto, imagina leyes. Añadiendo el conocimiento de los elementos a su utilización pragmatista, construye para satisfacción de sus necesidades intelectuales –y no ya de sus necesidades naturales a la que bastaba la utilización de los elementos– toda una teoría de la organización de la naturaleza, de las relaciones que ella implica, del dominio que ejerce sobre todas las cosas y sobre todos los seres que participan en la vida de los elementos. Le es fácil concebir ese mundo elemental desde el estricto punto de vista material y materialista, observar mecanismos y examinar su funcionamiento, registrar y codificar las leyes que ese funcionamiento atestigua y el hombre razonable, racional, se conforma perfectamente con ellas. Pero el homo religiosus es más exigente; su alma tiene otras necesidades que su espíritu. Siente entre los elementos y su persona, vínculos distintos de los prácticos y científicos. Se siente unido a ellos por una especie de filiación común. Adivina su papel en la creación, conservación y prolongación de su existencia, así como la existencia del universo. Ya no se adueña de ellos con esa ingenua jactancia que inspiraba al homo faber, ni con esa pretensión de explicarlo todo que constituye el orgullo del homo sapiens. El homo religiosus se siente muy cerca del corazón mismo de los elementos, en su ser físico, se siente tierra, agua, aire y fuego, y al mismo tiempo en su ser mental se representan esas fuerzas materiales como más grandes, y más diferentes. Los elementos son eternos, todopoderosos, invencibles, el hombre sólo posee una ínfima parcela de los mismos, conoce la superficie más delgada de sus cuerpos gigantescos. Dominado por los elementos, al descubrir que representan, al lado de algo útil y cognoscible en cierta medida, lo inasible y lo ininteligible, reconoce en su naturaleza algo de la naturaleza de los dioses y los asimila a éstos.